Brigitte Baptiste
Colombia ha puesto su confianza en las locomotoras como fuerza de desarrollo, sobrentendiendo que sus poderosas máquinas nos harán, ante todo, crecer. Es decir, aumentar el tamaño de la economía en los términos en que lo registra el PIB, algo hipotéticamente bueno para todos.
Sin entrar en el viejo debate sobre la ineficacia más bien perversa de este indicador, que contabiliza la destrucción ambiental como buena para la economía, existen algunas visiones que se preguntan, como en los años 70 lo hacía el Club de Roma, por los límites del crecimiento.
Los trabajos que miden la huella ecológica, que indican que en este momento la demanda de consumo de bienes y servicios requiere en la actualidad casi dos planetas, vuelven a poner de manifiesto lo que el economista Georgescu Roegen decía acerca del absurdo paradigma de una economía incapaz de reconocer las leyes de la física: la entropía existe, recalcaba, y hoy vemos su efecto letal en el calentamiento global.
Esta semana visita Colombia el director del CASSE: Center for the Advancement of a Steady State Economy, Brian Cezch, invitado por el Instituto Humboldt. El CASSE promueve una aproximación de política macroeconómica que no provilegie el crecimiento del consumo como motor de la cultura, sino un consumo que realmente se refleje en una mejor calidad de vida: “menos cosas, más satisfacción”. Para ello sugiere cuatro derroteros:
1) Mantener la salud de los ecosistemas de los servicios de soporte vital que estos proveen.
2) Extraer los recursos renovables como peces y maderas a una tasa no mayor de su capacidad de regeneración.
3) Consumir recursos no renovables, tales como combustibles fósiles y minerales a una tasa no mayor de su capacidad de reemplazo por el descubrimiento de sustitutos renovables.
4) Verter residuos en el ambiente a una tasa no mayor de la que puede ser asimilada con seguridad.
Plantea como ejemplo la ecología de un bosque, que lleva a este a un punto de madurez donde ya no hay crecimiento, sino un equilibrio dinámico energético que lo mantiene estable. Un precepto epicúreo, indudablemente, que entra en conflicto con el optimismo reinante en nuestro país derivado del casi millón de barriles que estamos explotando ya, junto con los tesoros minerales que están inyectando a la economía, antes de ser extraídos, millones de dólares en inversión extranjera. Por eso suena duro para un país con niveles de pobreza extrema tan marcados y todos los impactos recientes y evidentes de la ola invernal, postular un credo de crecimiento cero: sería precisamente el momento de pensar que “lo lograremos”, no de bajarle el ritmo a las locomotoras…
Lo que está en juego es el tema de la equidad, y la discusión, al menos planteada por una bióloga poco diestra en temas económicos, radicaría en identificar el espacio de crecimiento que países como Colombia aún debería utilizar para equilibrar las cargas globales: el mismo espíritu de la reforma de las regalías; transferir los beneficios del crecimiento local a regiones menos favorecidas, de manera que al final sea suficiente con un país y un planeta para vivir.
En la arena internacional no hay aún mucha disposición a ello, como demuestran las dificultades de implementar los protocolos de Kyoto, pero, ¿estaríamos listos para planificar nuestro propio crecimiento acorde con estas ideas?
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