El típico entendimiento de que el desarrollo tiene como fundamento
el crecimiento económico dibuja un esquema que apunta a la debacle
socio-ambiental puesto que el crecimiento económico obligadamente
requiere de la transformación de la naturaleza hacia un estado mayor de
baja, es decir, en desechos, y dado que esa transformación es
irrevocable, el medio ambiente establece límites al subsistema
económico. Todo uso de los recursos naturales para satisfacer
necesidades no vitales lleva consigo una menor cantidad de vida en el
futuro.
Resumen.- El actual patrón energético está centrado esencialmente
en combustibles fósiles, siendo el petróleo el más relevante. El
proceso de su obtención y quema produce costos ambientales y humanos que
no son tomados en cuenta y por tanto quedan ocultos. Uno de tantos son
los derrames, como el sucedido en el pozo Macondo en abril de 2010. El
presente texto plantea que tales costos ocultos deben leerse desde un
análisis amplio que no se limite al suceso per se. De este modo se
plantea en un primer momento, la necesidad de dar cuenta del eminente
alcance del punto máximo de producción (peak oil), el esperado
incremento de la población mundial y el creciente calentamiento del
planeta. Se analiza entonces el significado del derrame del pozo Macondo
como un rasgo que lejos de ser excepcional es característico del patrón
energético actual. Se cierra con una valoración sobre las implicaciones
de seguridad del actual patrón energético para luego plantear la
necesidad de repensar el desarrollo como sustento de un cambio de
paradigma.
1. Introducción
Cuando la humanidad tuvo acceso a fuentes altamente condensadas de
energía, su expansión y complejidad tuvo lugar como nunca antes. La
escala global de tal fenómeno incluyó lo espacial, lo poblacional y
desde luego, lo energético. Se pasó de un consumo de unos miles de
barriles de crudo al año a mediados del siglo XIX a más de 65 millones
de barriles diarios para fines del siglo XX (Heinberg, 2003: 92).
Mientras más energía se dispuso, más espacio se ocupaba, siendo la
ciudad ícono de ése proceso. El crecimiento poblacional se disparó,
especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX pues pasó de
unos 500 millones hasta el siglo XVI, a mil millones a principios del
siglo XIX y dos mil millones para la década de 1930, para después
aumentar en un mil millones adicionales de personas para 1960, 1974,
1987 y 1999 (Homer-Dixon, 2007: 61). Hoy día, la población mundial se
estima en unos 6,800 millones de habitantes, siendo poco más de la mitad
urbana.
Los combustibles fósiles constituyen, según la Agencia Internacional de
Energía (AIE) y para el año 2008, el 81.3% de la energía primaria total
mundial (AIE, 2010: 6). De este porcentaje, la mayor parte del petróleo
se emplea en motores de combustión interna destinados al transporte, el
resto en generación de electricidad y en la petroquímica. La mitad del
carbón se emplea en la generación de energía eléctrica y el resto en
diversas funciones industriales y domésticas. El gas, se emplea
crecientemente en la generación de electricidad pues se pasó del 12.1%
de su uso en el total de energía eléctrica generada en 1973 a 21.3% en
2008. También se usa, y prácticamente en montos similares, por la
industria, el comercio y usos domésticos. De precisar es que la mayoría
de la electricidad, o energía secundaría, se emplea en usos industriales
(54%) y doméstico-comerciales (46%).
Lo indicado implica que, en resumen, el destino general de los combustibles fósiles tiene tres grandes rutas:
1) generación de energía calórica;
2) de energía eléctrica; y
3) motores de combustión interna.
2) de energía eléctrica; y
3) motores de combustión interna.
Es un contexto en el que resulta imperante notar que de 1973 a 2008, si
bien la cantidad de energía generada se ha duplicado -se pasó de 6,115 a
12,267 millones de toneladas de petróleo equivalente-, la proporción de
los combustibles fósiles no ha variado aunque sí se le da un mayor peso
al carbón y al gas. A ello se suma un incremento en el rol de la
energía nuclear que creció seis veces al tiempo que, llamativamente, se
estancan las energías renovables al representar en esos 35 años tan sólo
el 10 % del total de energía primaria mundial (AIE, 2010). Así, los
datos nos muestran que, pese a las adversidades, la política energética
de las últimas décadas ha sido marcada y claramente fósil y nuclear.
Dejando de lado el caso de la nuclear (véase Delgado, 2008 para una
indagación puntual) y enfocándonos en el caso de los fósiles, es
importante recordar que en especial el ritmo de extracción y quema de
petróleo ha llevado a que estemos ya en su punto máximo de producción (o
de peak oil). Marion King Hubbert estimó que el pico mundial se
alcanzaría entre 1990 y 2000, sin embargo muchos de los datos de pozos
petroleros que empleó no eran del todo precisos, además de que, desde
entonces, la tecnología de extracción posibilitó ampliar ligeramente las
reservas probadas de crudo. Colin J. Cambell (1997), otro geólogo
petrolero, actualizó la estimación y fijó el “pico” mundial entre el
2008 y 2010. En el mismo sentido, Kenneth Deffeyes (2001) habla de un
pico de entre 2003 a 2009, mientras que L. F. Ivanhoe, fundador del
Hubbert Center for Petroleum Supply Studies, coincide en que el pico se
alcanzó entre el 2000 y el 2010. Otros, como el geólogo Thomas Magoon
del US Geology Survey (USGS) o el Oil & Gas Journal, son
relativamente más optimistas y hablan de un rango de años de entre el
2003 y el 2020 (Heinberg, 2003: 113).
Pero, como bien advierte Homer-Dixon, la situación podría ser peor que
la estimada puesto que los datos de las reservas mundiales (tanto de las
petroleras privadas como públicas) usualmente son inexactas e incluso
deliberadamente manipuladas en tanto que permiten estimular la economía
nacional, abrir las puertas a más créditos y, en el caso de los países
miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP),
adjudicarse mayores cuotas de producción (Homer-Dixon, 2007: 89).
A lo anterior, deben sumarse las estimaciones de la AIE que contemplan
un aumento en el consumo energético del 57% en el periodo de 2004 a
2030, un panorama en el que no es menor el hecho de que el consumo
energético sea desigual pues se calcula que los habitantes de los países
con mayores ingresos consumen unas 21 veces per capita más que los de
bajos ingresos.
Cifras a nivel mundial precisan, además, que 2,400 millones de personas
utilizan biomasa tradicional (e.g., madera) para cocinar, mientras que
1,600 millones no tienen acceso a la electricidad (Bank Information
Center et al, 2006: 21). Esto es: la mitad de la población mundial está
prácticamente fuera de los supuestos “beneficios de la modernidad”. Por
tanto, cuando se habla de patrones intensivos de consumo energético, en
buena medida nos referimos al de una fracción de la población mundial,
esto es el de las clases medias y altas.
2. Los costos ocultos del patrón energético: una breve mirada al caso del petróleo.
Uno de los argumentos de mayor peso para abogar a favor del patrón
energético fósil de cara al desarrollo de energías “sustentables” (1) es
que el petróleo, carbón y gas siguen siendo las fuentes de energía más
baratas. Se trata de una afirmación que sin embargo se sustenta en una
muy peculiar contabilidad.
Independientemente de que estamos hablando de un tipo de energía
limitada -la energía fósil se presenta como stock y no como flujo tal y
como sí lo es la energía solar-, lo que es un hecho es que en el costo,
no sólo de producción de la energía fósil, sino del mantenimiento del
patrón energético fósil in toto, hay un amplio abanico de
“externalidades ocultas” que no son tomadas en cuenta y, que de hacerse,
sin duda lo tornarían costoso no sólo en términos económicos, sino
también socio-ecológicos. A ello debería sumarse, en negativo, los
subsidios otorgados (unos 200 mil mdd al año (Godrej, 2001:134)) y los
costos de seguridad ejercidos para garantizar y mantener el fluido curso
de combustibles fósiles hacia los mayores consumidores, un costo que se
estima en al menos el 25% del gasto total en defensa a nivel mundial
(Steffes, 1994: 20-29).
Los mencionados costos ocultos se pueden identificar en todo el proceso
producción-circulación-consumo. Dígase para el caso del petróleo, desde
la exploración, perforación y extracción, hasta la transportación,
refinación y quema.
Tan sólo para mostrar algunos aspectos relevantes vale indicar que en la
exploración no se toma en cuenta la alteración de los ecosistemas
inmediatos a la zonas de excavación, tanto por el movimiento de equipo y
maquinaria, como por las propias explosiones. El impacto es
considerable puesto que una vez identificadas las zonas petroleras
potenciales, es necesario comprobar su existencia mediante la
perforación de pozos de prueba. Una vez encontrado el combustible, las
perforaciones se amplían de entre 10 a 30 pozos por plataforma petrolera
con un rango de fallo del 40 por ciento(Esptein y Selber,2002: 9).
En la perforación se utilizan una gran cantidad de explosivos, incluso
se han llegado a utilizar cargas nucleares controladas (caso de la
entonces URSS) (Ibid). Tales técnicas de perforación y el posterior
emplazamiento de plataformas petroleras contamina, altera y fragmenta
los ecosistemas. Aún más, con la extracción de petróleo, se sabe que es
común encontrar depósitos subterráneos de materiales radioactivos en
estado natural. La frecuencia en la que ésos son removidos y traídos a
la superficie y el escaso monitoreo de ello -aún en comparación con
otras actividades como la minera no energética- ha llevado a advertir
que los riesgos pueden ser considerablemente altos puesto que inclusive
bajos niveles de radiación pueden tener impactos mutagénicos en la
biodiversidad (Ibid: 11).
En la extracción de petróleo, entre otros impactos, debe considerarse el
uso masivo de agua y los cuantiosos desechos producidos de impacto
ecológico diverso puesto que contienen metales pesados, compuestos
tóxicos como el mercurio e hidrocarburos aromáticos volátiles (benceno,
tolueno y exileno, con capacidad de imitar las hormonas y por tanto de
deteriorar el desarrollo y reproducción de animales y del ser humano),
entre otros. En promedio, se estima que en la producción petrolera
terrestre, los desechos de lodos van desde los 270 mil litros a poco
menos del millón y medio de litros diarios. En las plataformas marinas
el agua de desecho ronda casi los 2 millones de litros diarios (Ibid:
25). Así, mientras los lodos son usualmente vertidos a la tierra (con un
tratamiento parcial de las aguas de desecho), las aguas de las
plataformas marinas son casi en su totalidad derramadas directamente a
los océanos. Reservas de agua subterránea y superficial, así como la
biodiversidad, se ven afectadas por tales desechos en tierra, al tiempo
que las aguas de desecho en los océanos pueden ser arrastradas por las
corrientes marinas a cientos de kilómetros de distancia afectando con
ello los ecosistemas que encuentren a su paso.
A lo anterior se suman los riesgos de explosión, derrames e incendios
provocados como parte del funcionamiento cotidiano de los pozos
petroleros, por la transferencia del crudo de una instalación a otra ,
por error humano, etcétera.
Igualmente, deben contabilizarse los gases de efecto invernadero y otros
contaminantes atmosféricos que genera la extracción, el transporte y la
refinación del crudo. Tan sólo la quema del gas natural asociado al
proceso de extracción, práctica barata y muy común, se estima en el
orden de unos 35 millones de toneladas de dióxido de carbono y 12
millones de toneladas de metano (Ibid). Asimismo, la extracción y
transportación implica el permanente riesgo de derrames de diversa
envergadura y de diverso impacto socioambiental. Ese riesgo no es sin
embargo una eventualidad de la industria, por el contrario se hace
constantemente presente.
Los derrames de gran escala, de más de 10 millones de galones, han
ocurrido prácticamente cada año desde la década de 1960, mientras que
los derrames de menor escala, aunque llaman menos la atención pública,
de hecho se calcula que en conjunto suman una cantidad mucho mayor de
petróleo vertido que el de los grandes derrames (Ibid: 20 -21). Los
impactos son enormes (véase más adelante), más en ecosistemas acuáticos
dada la menor densidad del petróleo con respecto al agua. Así, una
tonelada de crudo derramada típicamente cubre unos 12 km2 de agua (Ibid:
22).
Llegando al usuario final, la quema de petróleo genera una serie de
contaminantes que, como es de conocimiento público, ha contribuido de
manera primaria en el calentamiento global del planeta. Seis son los
principales elementos que contribuyen a la contaminación del aire:
compuestos orgánicos volátiles (generados por la combustión de
combustibles fósiles); dióxido de sulfuro (producido por la quema de
carbón); dióxido de carbono; partículas de 10 micrones o menos (humo,
polvo, vapores, etcétera, producto sobre todo de la quema del diesel);
partículas de 2.5 micrones o menos o PM-2.5s, similares a las anteriores
pero de mayor daño a la salud humana (sobre todo a los tejidos
pulmonares); y aditivos de tetraetíl usualmente empleados para mejorar
la eficiencia de la gasolina como combustible.
Los impactos de corto-mediano plazo de tales contaminantes o smog
incluyen la contaminación de la vegetación, la filtración de
contaminantes a los mantos acuíferos y de ahí al resto de la cadena
alimenticia, lluvia ácida, enfermedades diversas como asma, problemas
cardiovasculares, cáncer, irritación y alergias, etcétera. Los impactos
de largo plazo o “indirectos” están esencialmente vinculados con las
implicaciones del calentamiento global tal y como ha sido ampliamente
evaluado y descrito en los informes del IPCC (www.ipcc.ch). Véase más
adelante.
2.1. El derrame del pozo Macondo en el Golfo de México.
Los derrames en la industria petrolera, como ya se precisó, lejos de ser
ocasionales, son sistemáticos. El caso del pozo Macondo es sólo de los
más recientes (mega) desastres socio-ambientales producidos por la
industria petrolera, antecedido por otros de tal orden como el del
Prestige en España (2002), los asociados a la guerra del Golfo Pérsico
en Kuwait (1991), el accidente del Exxon Valdez en Alaska (1989), el
caso Ixtoc I en México (1979), el de Amoco Cadiz en Bretaña, Francia
(1978), etcétera.
En el caso del derrame del pozo Macondo, una perforación de exploración
parte de una plataforma marina operando a 2,400 metros de profundidad y
perforando al momento de la explosión a unos 1,500 m, la cantidad de
petróleo vertido pasó de unos 800 barriles diarios a unos 25 mil
barriles diarios El total del derrame que se prolongó del 20 de abril al
5 de agosto de 2010 se estimó por parte del grupo técnico de expertos
(FRTG) en unos 4.9 millones de barriles o una y media veces el accidente
de Ixtoc I en México (www.doi.gov/...).
La operación petrolera de aguas profundas, del tipo al que apuesta hoy
día el gobierno mexicano en aguas nacionales, fue claramente de alto
riesgo y de minimización de potenciales impactos ya conocidos dado los
accidentes previos, en 2001 el de la plataforma P-36 en Brasil a 130 km
de la costa de Río de Janeiro y en 2009 el de la plataforma West Atlas
en el mar de Timor. Los riesgos eran pues elevados no sólo por la
profundidad y las presiones que implicaba su operación, sino por que se
trataba de una zona de alta frecuencia de huracanes y fenómenos
meteorológicos tropicales y porque además, se encontraba relativamente
próxima a un área de diversidad biológica marina y costera de
relevancia.
La ubicación del proyecto petrolero a la plataforma continental de EUA, a
unos 66 km de distancia de la costa de Louisiana, fue un factor que
potenció la afectación socio-ambiental y la visibilidad del derrame
puesto que se extendió rápidamente a lo largo de la costa de Louisiana,
Missisipi, Alabama y parte de Florida (al menos hasta Panama City). (2)
Además, se expandió aguas adentro.
Para “manejar” el derrame, se capturó una fracción (17%), se quemó (8%) y
se dispersó químicamente otra (8%). Para este último procedimiento,
claramente de ocultamiento parcial del impacto, British Petroleum (BP)
definió emplear el dispersante Corexit 9500 y 9527. (3) Si bien la
mancha ya no fue superficialmente detectable desde agosto de 2010, el
petróleo sigue ahí pues se estima que ése permanece por un tiempo
suspendido en pequeños glóbulos (de ser ingerido en esta forma se puede
bioacumular en los tejidos de los animales con afectaciones diversas)
para luego depositarse en el lecho marino con consecuencias aún en buena
parte desconocidas, no sólo por la presencia del crudo en sí misma,
sino también porque el químico empleado crea un entorno tóxico con
efectos mortales para especies sensibles y/o potenciales afectaciones
cancerígenas en otras. Desde luego, los impactos dependerán del grado de
exposición de las especies tanto al petróleo como al dispersante, las
relaciones de interdependencia y capacidad de movilidad de las mismas,
pero, los ecosistemas en cuanto tales, tardarán decenas de años en
recuperarse, si es que eso es posible en su totalidad.
Es pues en este tenor llamativo que los dispersantes empleados hayan
sido compuestos, estrictamente hablando, de fase experimental pues la
propia empresa fabricante (Nalco Holdings, filial de BP) reconoce que no
se han realizado estudios de toxicidad -pese a ello se asegura que el
potencial de daños a la salud humana es moderado o bajo (www.lmrk.org/... y www.doh.state.fl.us/...).
Aún así y con tales antecedentes se empleo en cantidades
indiscriminadas pues representaba no la mejor opción, sino la más
económica.
De ese modo, entre 7 y 8 millones de litros de Corexit fueron vertidos
al Golfo (poco más de la mitad de modo superficial y el resto inyectado
debajo del agua).
La acción, en efecto, ha permitido mantener los impactos ambientales
imperceptibles, al menos por el momento, pero no significa que no
existan.
Preocupan especialmente aquellos impactos en evolución que se expresarán
eventualmente en el mediano y largo plazo y que por esa misma razón
serán difíciles de asociar al desastre de Macondo. De considerarse
entonces es que el “manejo” del derrame sólo cubrió la tercera parte del
petróleo vertido. El resto, en un 26% está en las costas como bolas de
alquitrán, enterrados bajo la arena, en los sedimentos o flotando en la
superficie del océano; un 25% se calcula ya se evaporó o disolvió y 16%
se dispersó de modo natural (www.restorethegulf.gov/...). Por tanto, es evidente que las afectaciones se verán en su real dimensión en el futuro.
De cualquier modo, los costos inmediatamente visibles son diversos. La
afectación a 445 especies de peces, 134 de pájaros, 45 de mamíferos y 32
de reptiles y anfibios, muchas en peligro de extinción como lo es el
caso de la tortuga lora. El daño a las zonas costeras (más de 160km)
incluyendo humedales y pantanos de Louisiana y la zona del delta del
Missisipi son tal vez de lo más ilustrativo. Con ello se afectó no sólo
los ecosistemas, sino también actividades productivas relacionadas a la
pesca y la maricultura y que corresponden al 40% de los productos del
mar que se consumen en EUA. Se suman otras afectaciones como la
mencionada quema controlada de petróleo con su consecuente emisión de
humo tóxico, contribuyendo a la contaminación del aire y en el
calentamiento global.
Los costos por tanto son evidentes, aunque no todos visibles y medibles.
Por lo pronto, BP enfrenta ya más de 42 mil solicitudes de demandas por
afectación de diverso tipo, incluyendo las de estados mexicanos como
Veracruz, Tamaulipas y Quintana Roo. (4)
Los costos del derrame han sido contabilizados sólo parcialmente pues se
han expresado en términos crematísticos en el orden de 8 mil millones
de dólares con estimaciones de llegar a más de 20 mil millones. Esos
montos incluyen, hasta ahora, el costo de las operaciones de contención,
de perforación del pozo auxiliar, el procedimiento de sellado del pozo,
la inyección de cemento, las concesiones a los estados del Golfo de
México, los reclamos efectivamente pagados y los costos federales. El
valor de la pérdida de biodiversidad o la afectación de ecosistemas
enteros en el corto, mediano y largo plazo, entre otras cuestiones, no
ha sido tomado en cuenta, proceso que además ciertamente se torna
complejo pues el valor de la biodiversidad suele ser inconmensurable,
razón por la que no puede medirse siempre y únicamente en términos
económicos.
Es cuando menos controversial que ante este tipo de costos ocultos, el
Servicio de Administración e Minerales del Departamento del Interior de
EUA, adoptara en 2005 una serie de regulaciones que asumen que las
propias petroleras son las que mejor pueden evaluar sus impactos
ambientales (situación que ligeramente modifica, pero no resuelven, las
medidas tomadas después del derrame Macondo). Y, en lo que respecta a la
transportación y la necesidad de doble fondo en los barcos-cisterna
(medida producto del derrame del Exxon Valdez), ésa ha sido desde
entonces pospuesta, por lo pronto, al 2015. Este par de situaciones
develan con nitidez el poder que tiene la industria petrolera y su lobby
que mantiene como prioridad el negocio por encima de cualquier otra
cuestión así sea el sustento mismo de la vida. No extraña que exista
entonces una puerta giratoria entre el gobierno de EUA y la industria
petrolera que permita mantener el fluido curso de sus “sucios” negocios.
Así, por ejemplo, se puede identificar en el consejo asesor de BP a
Leon Panetta, jefe de personal de la Casa Blanca y hoy director de la
CIA; a Tom Daschle, líder de la mayoría del Senado; y a Christine
Whitman de la Agencia para la Protección Ambiental.
Y esto es sólo el caso de esta empresa.
Al cierre de 2010, algunos expertos reunidos en el marco de la Gulf Oil
Spill Remediation Conference, aseguran que el problema en el Golfo de
México sigue latente pues no es muy claro si el sellado del pozo fue
completamente exitoso pero, sobre todo, porque aún hay fugas y
filtraciones en un área de entre 13 y 26 km2 alrededor del pozo
(Termotto, 2010). La muerte del Golfo es inminente de seguir la
tendencia pues a lo de Macondo se suman innumerables derrames, fugas y
filtraciones a lo largo de la costa de estadounidense que son producto
de décadas de actividad petrolera (Ibid). Por tanto, dado que lo que se
juega en Macondo es en cierto modo el futuro de la extracción petrolera
de aguas profundas -al menos en EUA-, no es de extrañarse que haya una
fuerte manipulación por parte de autoridades y empresas involucradas
sobre lo realmente sucedido, el estado de situación y futuros costos.
2.2 Cambio climático, un reflejo de largo plazo de los costos ocultos del patrón energético actual.
A nivel mundial, el grueso de gases de efecto invernadero son producto
de la quema de combustibles fósiles asociada a la generación de
electricidad y calefacción (24.6%), así como al sector transporte
(13.5%). El cambio de uso de suelo (18.2%), la agricultura (13.5%) y la
industria (10.4%) son los siguientes rubros de relevancia, siendo la
agricultura el mayor contribuyente de metano junto con algunos otros
procesos industriales (Baumert et al, 2005).
En México, siguiendo las tendencias mundiales, los sectores de mayor
intensidad energética son el de producción de energía (eléctrica
fundamentalmente) y el de transporte. En ese mismo sentido, son ésos
rubros los generadores de más gases de efecto invernadero (GEI). Los
porcentajes de uso energético/generación de GEI son: transporte (18%);
generación de energía (24%); Cambio de usos de suelo y silvicultura
(14%); desechos (10%); procesos industriales (8%); manufactura e
industria (8%); agricultura (7%); emisiones fugitivas (6%); y otros
(5%). Destacan entre los usos específicos finales, el consumo de
gasolinas (16%); la extracción y refinación de petróleo (11.6%);
producción de hierro y acero (5.15%) y Cemento (3.6%). En resumen se
puede argumentar que en el país, la generación de energía, el transporte
y los productos extractivos (incluyendo ahí parte del cambio de uso de
suelo por monocultivos o deforestación) son los principales responsables
de la emisiones de gases contaminantes. Rubros que, de continuar la
tendencia actual, apuntan a incrementar su aporte.
Los efectos de tal dinámica nacional y mundial son múltiples, siendo el
calentamiento global, de tipo antropogénico, uno de los síntomas más
visibles.
Producto, sobre todo, de la quema indiscriminada de combustibles
fósiles, la cantidad de carbono en la atmósfera, que se mantuvo
constante en los últimos 10 mil años en el rango de las 280 partes por
millón (ppm), pasó a 360 ppm en 1998 y a 383 ppm en 2006 (Heinberg,
2003: 32). Esta última cifra ya es considerada por los especialistas en
cambio climático, como “territorio peligroso”. (5)
La polarización en las contribuciones de destrucción del medio ambiente
es nítidamente observable. El 20% de la población mundial que habita en
países metropolitanos, ha generado el 90% de los gases de efecto
invernadero en términos históricos (Godrej, 2001: 95). Más aún, la
huella ecológica mundial indicador que calcula -en base al actual modo
de vida- el espacio territorial necesario, tanto para producir los
recursos y energía empleados, como para asimilar los residuos generados
por la humanidad, indica que ya se sobrepasa entre un 25% y un 39% al
planeta Tierra, dependiendo de los cálculos. (6)
Necesitamos pues, en el mejor de los casos, un cuarto de planeta
adicional para poder mantener los ritmos de consumo y desecho de
principios del siglo XXI; el grueso sobre todo de países desarrollados. Y
es que, tan sólo el índice de emisión de CO2 ya supera los 70 millones
de toneladas cada 24 horas.
Los impactos de largo plazo sólo de la acumulación de contaminantes
atmosféricos están esencialmente vinculados al aumento de la temperatura
y del nivel del mar, el incremento de eventos climáticos extremos, el
cambio de los patrones de lluvia y la perdida creciente de la
biodiversidad.
Así entonces y de cara a los esperados y eventuales impactos del cambio
climático, es ampliamente reconocido que los países que enfrentarán los
costos más altos serán aquellos cuya contribución en tanto emisiones de
gases de efecto invernadero es pequeña (Bicknell, Dodman y
Satterthwaite, 2009).
Tales costos estarán en buena medida vinculados a riesgos actuales,
dígase inundaciones, tormentas, escasez de agua, etcétera, dado que se
agudizarán.
A ello se suman problemas de producción de alimentos y otros impactos
atípicos. Lo anterior obliga no sólo a tomar medidas para mejorar o
adaptar la infraestructura, entre la que la energética es nodal, pero
también evidentemente está asociado a una amplia agenda de acciones de
mitigación, misma que pasa por revisar el ciclo completo de producción,
distribución y consumo (inclúyase el desecho) energético-material de los
espacios tanto urbanos como rurales.
El cambio climático obliga pues, a revisar seriamente cómo y en función
de qué se construye el espacio-territorial y por ende, a cómo se concibe
el desarrollo.
La disminución, hasta cierto grado, del impacto ambiental y de la
vulnerabilidad es posible, aunque algo ciertamente muy complejo y que
requiere de la acción coordinada de diversos actores, especialmente de
gobierno en tanto responsables de la política pública y de la sociedad
en general, en cuanto que puede construir una articulación suficiente
como para presionar para la toma de acciones en uno u otro sentido.
3. Securitización de los recursos naturales: resistencia a un cambio de paradigma.
Las agendas que securitizan los recursos naturales estratégicos
(petróleo y ciertos minerales, sobre todo) y los entornos naturales
donde se encuentran, son producto de construcciones subjetivas, propias
del Estado y de las clases que lo detentan, sobre el riesgo y la
incertidumbre. Así, mientras la securitización de los recursos
energéticos es bien conocida, siendo la invasión a Irak una de las
expresiones más recientes y crudas de la misma, la securitización
ambiental es más reciente. Ésa gira entorno a cuatro elementos:
1) el aumento de la población;
2) la accesibilidad a recursos naturales clave;
3) la destrucción del medio ambiente; y
4) el cambio climático.
2) la accesibilidad a recursos naturales clave;
3) la destrucción del medio ambiente; y
4) el cambio climático.
Nótese entonces que la agenda de seguridad energética depende en cierto
grado, pero también modela en buena medida la agenda de seguridad
ambiental. Esto es, son sinérgicas. Ello puesto que la producción de
energía fósil destruye ecosistemas, su quema genera gases de efecto
invernadero que producen cambio climático y a su vez altera ecosistemas y
los ciclos biogeoquímicos del planeta. Tal destrucción y cambio
climático limitan, en principio, la propia producción y quema de
combustibles fósiles indiscriminada, pero también la de otros recursos
como los mineros. Al mismo tiempo, lastima la capacidad productiva de
alimentos y de acceso a agua fresca de buena calidad, pero aún más, pone
en entre dicho el futuro mismo de la humanidad, al menos tal y como la
conocemos pues compromete la vida misma en el planeta.
Es en este sentido que se apunta a la necesidad de hablar de una seguridad humana.
La securitización de estos aspectos, lo energético, ambiental y humano
es una cuestión delicada pues parte de la noción tradicional de
seguridad, esto es, una noción construida desde y para el Estado que
eventualmente podría requerir de la intervención de la fuerza “legítima”
del Estado según sea el grado del riesgo e incertidumbre.
En este sentido, las fuerzas militares ya han jugado y siguen jugando un
papel clave para asegurar el acceso, gestión y usufructo de tales
recursos energéticos a escala planetaria manteniendo el actual curso de
los negocios (business as usual). Así, los militares ponen condiciones o
facilitan tales actividades a favor de ciertos actores empresariales
pero bajo el velo del “libre mercado”. Esto es, a decir de Saxe
Fernández (2003), la operación coordinada de “la mano invisible del
mercado” y de la mano visible del Pentágono.
A contracorriente de la securitización o geopolitización de los
recursos, vale hablar de una seguridad ecológica, o aún más, de una
seguridad amplia, integral y social -o lo que Oswald (2010) denomina
como seguridad HUGE-, entendida ésa no desde la visión del estado y los
intereses de grupo que suele representar, sino desde los intereses y
necesidades sociales del grueso de la población (incluyendo cuestiones
de género, diversidad cultural, valores históricos y tradicionales,
legado generacional, etcétera).
En esta coyuntura, es muy importante tener en cuenta que la
securitización de lo energético y lo ambiental pasa por el control
concreto de los territorios por lo que es clave la aceptación o
subordinación de los pueblos. Ello suele generar y/o intensificar
descontentos sociales y pone en riesgo los intereses nacionales de largo
plazo pues somete territorios concretos a las dinámicas e intereses de
ciertos actores, muchos de los cuales suelen ser foráneos (por la vía,
por ejemplo, de la IED en proyectos extractivos).
Las implicaciones, no obstante, no sólo son a escala de potenciales conflictos entre naciones, sino sobre todo a nivel interno. En particular me refiero a los conflictos distributivos. Ésos pueden adquirir la forma de:
• disputas originadas por la degradación o disminución del recurso (o por desastres naturales);
• disputas por el acceso, uso y usufructo de los recursos; o
• conflictos derivados de esquemas de acumulación por desposesión (8) que privan el entorno natural como medio de vida, sea por la vía de la privatización y extranjerización formal de los recursos, o debido a la pérdida del entorno como consecuencia de su explotación irracional o por desastres provocados (como los derrames petroleros).
• disputas por el acceso, uso y usufructo de los recursos; o
• conflictos derivados de esquemas de acumulación por desposesión (8) que privan el entorno natural como medio de vida, sea por la vía de la privatización y extranjerización formal de los recursos, o debido a la pérdida del entorno como consecuencia de su explotación irracional o por desastres provocados (como los derrames petroleros).
En ese panorama debe precisarse entonces que el control de los
territorios en AL en el contexto actual ha sido violento y la modalidad
preferida es la de ocupación estratégica, la guerra de baja intensidad y
la criminalización de la resistencia social. Ello ha incluido al sector
petrolero y minero, así como a otros sectores como el maderero, el del
negocio del agua, etcétera. Se trata de un panorama en el que la
“transformación” y “modernización” de las fuerzas armadas y policíacas
para asumir el orden interno es clave para cualquier intento de control y
apertura de espacios territoriales estratégicos al mercado.
En lo concreto ello muchas veces también significa establecer
condiciones sociales, ambientales y políticas ideales para atraer la
inversión extranjera directa en actividades netamente extractivas,
típicamente de nulo o bajo encadenamiento productivo endógeno.
El modelo primario-exportador (o extractivista) estimulado por IED,
perdidamente se asume por parte de la elite dirigente y gobernante
(Domhoff, 1969) latinoamericana como motor de la economía (a la par de
ciertos y tecnológicamente bien controlados procesos de manufactura de
tipo maquilador). Lo anterior requiere por tanto, además de asumir los
costos ambientales ocultos asociados a tales actividades, que los
gobiernos crean condiciones favorables a la inversión, por ejemplo al
fortalecer el estado de derecho de tal suerte que se de seguridad a las
inversiones, al dar garantías a la inversión foránea, al disminuir los
aranceles e impuestos a los grandes capitales, al adoptar legislaciones y
normas socio-ambientales flexibles y “competitivas”, y al despejar lo
más posible los “inconvenientes” sociales.
El Departamento Nacional de Planeación de Colombia asume tal noción al
precisar que: “…la seguridad estimula la inversión y ésta, con
responsabilidad social, permite avanzar en la superación de la pobreza y
la construcción de equidad”. Y especifica prioridades a partir de lo
que la Escuela Superior de Guerra (2009) denomina como el “circulo
virtuoso de la seguridad”:
1) Inversión y seguridad;
2) confianza y estabilidad;
3) inversión privada;
4) crecimiento económico;
5) impuestos e inversión social;
6) bienestar social y satisfacción de necesidades.
2) confianza y estabilidad;
3) inversión privada;
4) crecimiento económico;
5) impuestos e inversión social;
6) bienestar social y satisfacción de necesidades.
Desde dicha óptica, se considera entonces que un orden seguro es un
orden “democrático” capaz de garantizar la estabilidad del mercado
(Loveman, 2006), y es el mercado, desde luego, el mejor ente para
distribuir la riqueza y satisfacer las necesidades sociales. El gobierno
de México actual considera como válido ese mismo modelo (léase: Delgado
y Romano, 2010).
La interpretación no puede ser más errónea y lo comprueba la propia
historia del capitalismo y en especial la de los países periféricos. Por
lo anterior, es pertinente definir claramente el papel de las fuerzas
de militares y de seguridad. La propuesta predominante para los países
latinoamericanos, por ejemplo, ha sido que ésas sean funcionales a
proyectos extractivistas y desnacionalizadores de la riqueza nacional a
través de asegurar los recursos naturales desde una visión tradicional y
por tanto desde los intereses de los grupos de poder y ciertamente no
los de los pueblos. Con ello se consolida que sean los pueblos, los más
pobres, los que asuman en lo concreto el grueso de la deuda ecológica
que los países ricos tienen con la región y con el resto de la
periferia. De ahí que se observa la necesidad de instituir un esquema
basado en la justicia socio-ambiental y que podría ser el de la
“seguridad ecológica” o, aún más, el de una “seguridad amplia, integral y
social” como fundamento de la soberanía y seguridad nacional de las
naciones latinoamericanas y sus pueblos.
4. Reflexión final. Repensando el desarrollo como fundamento de cambio de paradigma.
El patrón energético es fundamental en la economía mundial. El
mantenimiento del patrón de combustibles fósiles hace posible no sólo la
modalidad actual de producción-circulación-consumo sino la propia
dinámica y dimensión de la acumulación de capital alcanzada a principios
del siglo XXI.
El típico entendimiento de que el desarrollo tiene como fundamento el
crecimiento económico, o peor aún que ése es el sinónimo segundo, dibuja
un esquema que apunta, mas temprano que tarde, a la debacle
socio-ambiental puesto que el crecimiento económico obligadamente
requiere de la transformación de la naturaleza hacia un estado de mayor
de baja, es decir, en desechos, y dado que esa transformación es
irrevocable, el medio ambiente establece límites al subsistema
económico. Para Georgescu-Roegen (1971:67), el dilema es claro: “… no es
preciso disponer de argumentos sofisticados para ver que el máximo de
cantidad de vida exige una tasa mínima de agotamiento de los recursos
naturales […] Todo uso de los recursos naturales para satisfacer
necesidades no vitales lleva consigo una menor cantidad de vida en el
futuro”.
En tal sentido, repensar el desarrollo es clave para la construcción de
alternativas para la vida. De entrada desligarlo del crecimiento
económico es fundamental para luego asociarlo a un decrecimiento
sustentable que puede ser definido como, “…una reducción equitativa de
la producción y el consumo que incrementa el bienestar humano y mejora
las condiciones ecológicas al nivel local y global, en el corto y largo
plazo” (Schneider et al, 2010). El decrecimiento sustentable no es pues
aquel resultante de la recesión o depresión económica ni del deterioro
de las condiciones sociales, sino esencialmente de la reducción de los
flujos de materiales y de energía que sostienen a la economía.
Pero el decrecimiento sustentable y el desarrollo puede y debería tomar
múltiples versiones teniendo en común su móvil central: construirse en
armonía con la naturaleza y desde la perspectiva de la vida de todos y
cada uno de los individuos (esto es que se visualiza desde la unidad ser
humano-naturaleza); que considera la complejidad de los contextos de
cada espacio o región y; que aprovecha y conserva la diversidad y
riqueza cultural y de conocimientos ahí existentes.
En buena medida esto implicará no sólo reducir los consumos
despilfarradores de las clases acomodadas, tanto en los países centrales
como periféricos, sino modificar todo el proceso y formas de
producción, circulación y consumo que externalizan los costos
ambientales hipotecando el futuro a favor del presente.
Para el caso específico de los países periféricos como los
latinoamericanos, será esencial buscar las modalidades para atender las
apremiantes necesidades sociales y que requerirán, en un principio, un
aumento del flujo energético-material pero que se genera desde otra
perspectiva y modalidad y para otra finalidad distinta, esto es para
otras formas de desarrollo. Esto significa que el desarrollo se vincula
al “buen vivir”, noción que variará para cada sociedad pero que incluye
en cualquiera de sus versiones no sólo lo material sino lo emocional, lo
intelectual y lo espiritual. Si el desarrollo no requiere del
crecimiento económico per se -pero sí de economía- y además incluye
otras variables, entonces las actividades extractivistas,
primarioexportadoras,que devastan el medio ambiente y sobre-explotan al
ser humano no tienen razón de ser.
Otras modalidades de desarrollo deben por tanto partir de la noción de
justicia socio-ambiental, de evitar la deuda ecológica y el comercio
socio-ecológicamente desigual, de disminuir los conflictos ecológicos
distributivos y, en general, de reducir los flujos de materiales y de
energía de la economía al tiempo que aumenta la calidad de vida y toma
en cuenta valores no crematísticos y servicios recíprocos no
mercantilizados.
En materia específicamente energética se tiene que apostar hacia la
transición del paradigma energético imperante hacia uno cada vez más
soportado por flujos de energía y no stocks de energía. La apuesta por
energías alternativas, menos agresivas al medio ambiente en todo su
ciclo de vida o in toto, no será viable sino es acompañado por una
disminución de los patrones de consumo energético y un acceso
descentralizado y justo a la energía. El proceso de transición requerirá
de mucha energía, y el grueso será en un principio fósil.
Por ello que el actual despilfarro es doblemente cuestionable.
Estrategias como las denominadas de “emisiones netas evitadas”
(propuestas por Ecuador en el marco de la reunión de las partes sobre
cambio climático - COP16, por ejemplo, desde su proyecto Yasuní-ITT (7))
son un paso pero no ninguna solución a fondo. Un retroceso son aquellas
que abogan por un capitalismo verde pues no buscan un cambio real de
paradigma, dígase el de asegurar la vida tal y como la conocemos, sino
en primer lugar mantener el sistema de producción, circulación y consumo
imperante con todas sus relaciones asimétricas de poder, al tiempo que
se apuntala como mecanismo anticrisis, es decir, como un nicho más
acumulación de capital.
A estas alturas debería ya estar bien claro que el crecimiento económico
sostenido no puede mantenerse al infinito en un planeta finito.
Desarrollo sustentable en su significado positivo no significa cero
impacto ambiental, sino un impacto lo menos dañino posible en el corto,
mediano y largo plazo; de ahí la propuesta de decrecimiento sustentable.
El presidente Evo Morales de Bolivia tiene razón en afirmar que la
disyuntiva hoy por hoy está entre “planeta o muerte” y en dar cuenta que
las alternativas deberán construirse en colectivo y para lo cual se
requiere, entre muchos factores, “…hacer juntos una nueva tesis [o
muchas tesis] por la vida, por las generaciones actuales y futuras.” www.ecoportal.net
Gian Carlo Delgado Ramos - Economista egresado de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Doctor en “Ciencias
Ambientales” por la Universidad Autónoma de Barcelona, España. Es
investigador de tiempo completo del Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM. Integrante del
Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología de México. http://www.giandelgado.net/
Artículo publicado en Nómadas, Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas - No. 30. Vol. 2. España. Enero – Junio de 2011.
Referencias:
(1) No debe considerarse como “energía sustentable” a la nuclear como
así ha procurado que se haga la propia industria nucleoeléctrica. Para
un análisis al respecto y mayores referencias, léase Delgado, 2008.
(2) Para una modelación del derrame, véase: www.nytimes.com/...
(3) El Corexit 9500 contiene sorvitan, ácido butanodioico y destilados
del petróleo. El Corexit 9527 es producido con 2-butoxiletanol y un
compuesto orgánico de baja concentración de propilenglicol.
(4) El Gobierno Mexicano ha gastado unos 30 millones de dólares en
prevención y evaluación de daños a lo que se suman los gastos por venir
en monitoreo. La demanda es inicialmente por 20 mil millones de dólares.
Para mayores referencias sobre las actividades de monitoreo,
consúltese: http://derrame.semarnat.gob.mx/
(5) Así lo califica, por ejemplo, James Hansen del Instituto Goddard para el estudio del Espacio de la NASA (EUA).
(6) Las estimaciones varían. Para la Global Footprint Network, la
humanidad pasó de usar, en términos netos, la mitad de la biocapacidad
del planeta en 1961 a 1.25 veces en 2003 (Global Footprint Network,
2004). Según Redefining Progress la biocapacidad del planeta había sido
rebasada, para el año 2005, en un 39 por ciento (Venetoulis y Talbert,
2005).
(7) Sobre una teorización de los conflictos ambientales distributivos,
léase: Martínez-Alier, 2006. Sobre la conceptualización de “acumulación
por desposesión”: Harvey, 2004.
(8) Consiste en mantener inexploradas las reservas de petróleo pesado
ubicadas en el campo ITT (Ishpingo, Tiputini y Tamcococha) en el Parque
Nacional Yasuní. A cambio el gobierno propone una retribución de al
menos 3,600 mdd, equivalentes al 50% de los recursos que Ecuador
recibiría si optara por explotar dichas reservas. Para mayores
referencias, véase: http://yasuni-itt.gob.ec
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